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Tangura


 

Tenía varios apuntes encerrados en un puño, no lograba evadirlos y pretendía echarlos a volar lo más lejos posible. Que como siempre, hallaran los desventurados personajes que a medias imagino, esos que pueden ser cualquiera, y que sus voces contaran aquellas historias locas, tristes, perras, alejadas lo más posible de lugares comunes y banalidades.

Porque me siento a escribir cuando la vida parece abrumarme, y así lo digo pues por lo general no es más que mera subjetividad. Jamás escribo cuando estoy feliz. La alegría es para ser esparcida en el mundo real, se le debe permitir salir alborozada y contagiar, aunque percibirla en los demás no aporte semejante intensidad de todos modos reconforta.

Las ideas estaban allí encarceladas, girando al influjo del sortilegio que las mantenía en ese puño mientras en el otro, prisionero, mi corazón intentaba latir o de una vez dejar de hacerlo. Con cada pulsación venía a mi mente un gesto, una sonrisa, la tonalidad de los cabellos de aquella mujer y, como ante mis entusiasmos amorosos de adolescente, pensar dolía.

Le había dado a leer unos cuentos de esos que me han crecido como yuyos y nadie más que yo quiere y atesora. ¡Cómo si ella tuviera amor para amparar tanto pibe descalzo! Ya había sido demasiado que alguna vez me echara ojo y me abriera los brazos. Así pues, ella abrió su intelecto a ese mundo de imágenes plasmadas en signos. Mundo inventado para guarecerme de ausencias semejantes, a modo de consolación, acaso de redención por fracasar en hallar el amor eterno. Sí, antes, cuando aun creía en esas cosas.

Así que se los di, y nunca tendré la certeza de si ha llegado a leerlos. Pues los ha dejado, descarto que por insufribles. Hubiese preferido que los conservase o los destruyese fuera de mi vista. Mas también olvidó su frasco de perfume favorito casi lleno, gran favor, sentir su aroma cuando quiero me permite hacer más palpables los recuerdos.

De todas formas y a modo de consuelo me digo que algún recuerdo mío se ha llevado, seguramente nada de valor material pero sí afectivo. Y esta sonrisa que ahora me nace ante tal pensamiento... sí, es irónica.

Tomé aquellas hojas nuevamente y mis ojos recorrieron las ordenadas hormigas tantas veces vistas y que estáticas pretenden conformar relatos, algún poema desencantado, meras hilachas de mi tiempo solitario que preferí no dedicar a la TV, la pesca, acopiar dinero que no podré llevarme... ¡Qué se yo!

Volví entonces a perderme en esas consabidas historias aprovechando para corregir una coma aquí y un adjetivo más allá... pues eso siempre ocurre. Mis pensamientos saltaron entre las mismas caras inexistentes de siempre: mis personajes. Todos como yo, ninguno triunfador.

De a poco pude al fin liberarme, distanciarme de aquellas pieles mustias y su tibia mansedumbre. Sentí que nuevamente podría imaginar, lanzarme a recorrer y conocer nuevas sendas que en algún punto se cruzaban con mi propia ruta; acaso debido a que cada personaje, aunque yo lo niegue, ha de contener algo de mi naturaleza.

Luego descubrí, flotando entre dos palabras cual osado equilibrista, un largo vello de sus pestañas, castaño, gatuno. Por allí había andado su mirada que a veces gotea miel dejando su impronta, quizás adormecida por el aburrimiento que yo le había ofrecido como amenidad.

 

No la podía evadir. Vencido aparté aquellos folios, coloqué en un puño limpio el pensamiento y en el otro cobijé nuevamente al corazón. Desde entonces, nada más pienso en ella, pero como quien intuye el crepúsculo y se siente acechado por las sombras del fracaso.


 

Todo había comenzado luego de un sueño en el cual el invierno descendía con nieve en la punta de sus alas y yo dejaba de creer en mis flechas. Veía que mis proyectos perdían importancia y la humedad corroía las columnas de mi espíritu. Me atraía menos el riesgo de jugar y, con la patética tristeza de un viejo semental, sólo suspiraba.

 

Era aquél un sueño en reversa, de marcha atrás, donde por el camino iba quedando lo hermoso y un futuro ominoso me atraía hacia la vorágine de la nada. Los ídolos de mi juventud eran marionetas patéticas revolviéndose bajo el brillo de nuevas luminarias, llevándome a pensar viendo a los Stones que no siempre la inmortalidad se sobrevive muriendo.

 

En cambio a mí el tiempo se me había pasado sin giras renovadas, por ello la centrífuga del torbellino me empujaba a la obsolescencia. El sueño pasó pero un sedimento áspero se disolvía entre mi saliva, yo lo tragaba y me amargaba más.

 

Busqué abrigar mi soledad en la penumbra de un bar y en medio de ella, tan melancólica como yo, tal vez bajo una capa más notoria de cincuentaños, Marcia tomaba whisky envuelta en una nube de humo.

 

Al buen observador no pasaría inadvertida una suerte de anuncio de neón inmanente a su figura que cambiaba de una a otra frase rutilando en su entorno: “Estoy sola” “Estoy triste” “No exijo nada” ¡Socorro! Así de patente y expuesta era su solead. Supongo que mi rostro, viéndola desde una penumbra próxima a la suya, transmitía premisas semejantes.

 

Como en la adolescencia... Pues eso parecía ese presente donde un fantasma perdido cobraba vida, color y nuevo nombre: Marcia. Tan parecida era a Rosario Colina como su hermana gemela treinta años después. Sería un desperdicio recrearlos, pero aun recuerdo un par de versos llorados vanamente a su abandono. Le faltó matarse por ella y resbalar de su cima fue fatal para aquél jovencito enamorado, que aunque entonces no creía posible vivir otro segundo logró refulgir, perdurar, y llegar hasta la ruina que aquí hoy conversa.

Sí, ella tenía el mismo rostro de Rosario, su sonrisa, y esa mirada tan maravillosa que encendía al suplicar: “Estoy lista, por favor, por favor... Ahora. Dame. Quiero. ¡Ah!”

Por eso hallar a Marcia dio una claridad increíble a la escasa luz de mi existencia, sin sospechar que podría haberla encontrado en cualquier lugar donde mi deseo me guiara siempre y cuando ella siguiera sus impulsos.

 

Para todas las cosas hay un momento adecuado, tanto, que habría que vivir apelando al don de la oportunidad, pues antes o después no será lo mismo. Descubrí el momento y fui por sus anhelos como si a punto de ahogarme divisase un madero “allí nomas”.

 

Llevaba los años en la cara, tal vez mintiera un poco el cuerpo y era obvio que a esa edad una mujer conoce todos los secretos... cuando un hombre algunos menos. También bastaba una mirada para saber si la silla vacía me aguardaba o tambores de guerra agitaban la distancia entre nuestros ojos.

Las soledades se atraen, es indudable, más aun que la necesidad a la desdicha. Y de pronto uno se reconoce otra persona, encarna a un viejo amigo que creía perdido, el de los veinte, el de los treinta, aquél... que alguna vez nos hizo sentir pagano Dios de grandezas efímeras. Un deshielo misterioso provoca que lechos secos se inunden nuevamente y el invierno queda fuera de la ventana, normal y no tan descorazonador.

El tiempo se distorsiona, ya lo han dicho, aunque no de este modo: no es lo mismo para el que espera que para quien llega tarde. Pero cuando hacen contacto partículas que corrían buscándose a ciegas y es el momento, el lugar y las personas, el tiempo se acelera para poco después, otra vez en soledad, parecernos más lento que siempre. Así pienso hoy, cuando todo pasó nuevamente. Esto ella lo entendería, pero por esta vez no importa demasiado si sólo yo me entiendo.

Al principio nos sentimos como peces en el agua observándose sorprendidos de haber encontrado otro maravilloso congénere corriendo riesgo de extinción en la misma tina. Tan igual al espectro del amor aquél de mi juventud que permití renacer la ilusión en medio del espanto.

Mas recordemos, en esta madurez se conocen todos los secretos, y aunque se habla menos de lo que se intuye la experiencia suele validar como semejantes situaciones diferentes. Las comparaciones hacen su aporte y, si aun fuésemos inocentes, hasta podríamos vislumbrar fines imposibles, innovadores y de amplios horizontes.

 

Claro, no era nuestro caso. Al reverdecer, factores postergados o ya en el olvido, como el aspecto personal y cierta puntualidad exagerada regresan mansos. Uno desea ponerse elegante y se siente transportado a los buenos tiempos, aunque ahora llevemos otra mesura en el proceder y el equilibrio anímico. Pero más que nada se le vuelve a sentir el aroma a la vida; quizás, el olvidado e imperceptible aroma de la adrenalina y las feromonas. Parece entonces que el reloj ha comenzado a funcionar en retroceso y le hacemos morisquetas a la decrepitud, que viene detrás nuestro cual madre cuyo niño ha escapado de su mano.

Así fue que a su lado me sentí tan orgulloso como el dueño del camión destartalado que lleva adherida en la parte trasera la leyenda: “Poco pero mío”, legible cuando el humo negro del escape lo permite.

 

Le gustaba hablar de sus cosas y a mí escucharla, pero jamás le pregunté si me había conocido en algún sitio, ya sea baile, liceo o universidad: estaba seguro que no. Pues si amé a una Rosario Colina ella bien podría haber amado a un Fulano como yo.

Tenía cierta inseguridad en cuanto al funcionamiento del tiempo parecida a la mía e invoco sus palabras:

–Todo ronda al tiempo, que cuanto abarca lo pone de cabeza sin demasiados miramientos y casi sin que nos demos cuenta.

 

Esto lo dijo al menos en un par de ocasiones, denotando que esa sentencia le pertenecía. Por mi parte recordé una, gastada en un viejo relato y que por modestia no mencioné.: “Un relámpago, así es la vida, un chasquido de dedos. El tiempo, una burla que se pierde en la oscuridad”. ¿Le habría gustado? Se lo preguntaré algún día si acaso la veo, y si no, al menos me estimula pensar que lo haré. Tal es mi certeza en volvernos a encontrar.

Su madre, bajo un aire provinciano y pacato allá por los años sesenta le había dicho: “A los hombres no hay que darles nada. Ni siquiera permitir una mano bajo la pollera hasta atraparlos en el grillete; después hay que tenerles atiborrado el músculo para que no les apetezcan ofertas de otros gimnasios”.

Marcia había comprendido el parlamento pero había hecho todo lo contrario. Le pareció lo mejor y, de igual forma que su madre pero a la inversa, se vio transmitiendo a su hija su propia experiencia: “A los hombres hay que darles todo y con todo. Y aunque nada asegura que se queden al menos habrás disfrutado durante el intento.”

Su hija cuando anduvo lo suyo edificó su propia consigna: –Esta existencia nadie la vive como se le antoja y, cada uno a su manera la va llevando como mejor puede. Pero el sexo... es lo más lindo que hay. –Eso le dijo a Marcia mientras aseguraba estar enamorada de una compañera de trabajo con la cual convivía desde hacía dos años.

Reímos con sus anécdotas un par de tragos. Así de loca era su conversación que no hallaba donde pararse con firmeza, así de peregrina fue su vida y mi deleite escucharla. En la cama encontraba su lugar luego de atarse el pelo para que pudiera ver su cara entera, con todos sus gestos, mientras derrochaba susurros sublimes y demandas imperiosas. Casi sentía envidia de su forma de dar y me esforzaba al máximo por emparejarla.

Ante el éxtasis alguna vez me dijo la que yo entendía como más hermosa frase dicha a un hombre por una mujer cuando ella es una dama: “Soy tu puta”. Por mi parte pude brindarle toda la candidez que puede permitirse un señor mayor creyendo creérselo. Así se lo hice saber destilando la fatiga y sufriendo la ausencia del prohibido cigarrillo: –Eso es lo mejor que puede decirle una mujer a un hombre.

Para ella no tuvo igual significación: –Eso suponen algunos hombres como vos –respondió– pero la más maravillosa frase que puede decir a un hombre una mujer, sea o no una dama y desde el corazón es: “Deseo un hijo tuyo”.

Y habría tenido razón si fuésemos jóvenes y esa posibilidad existiera. Interiormente terminé revindicando mi parecer: me había dicho lo más hermoso que podían dar sus años a un hombre gastado.

 

Entonces aun reía contagiando, por más que detrás de la aparente alegría de sus ojos una tristeza demasiado arraigada y con nombre propio enseñaba su sombra. ¿Era el tal Fulano como yo? ¿Notaba ella que yo la miraba como a Rosario Colina?

 

Si hubiese tenido la posibilidad de hacerlo, de haber sabido cómo... lo imposible habría hecho para tornarla realmente feliz, para darle a su otoño una primavera cálida y duradera en medio del ventarrón existencial. Al pasar los años las cicatrices, fosilizadas, ya no duelen, pero están ahí y aunque no queramos verlas ellas se hacen notar ante el espejo interno.

 

No éramos más que peces de una misma charca con el mismo alimento y apetito, pasado y porvenir, experiencia y soledad. No la soledad de carecer de compañía, la del alma, soledad hecha al aislamiento y la abstracción, la del “yo” perdido en el universo incomprensible y caótico de cada día rutinario. La imagen del espejo comenzó a perder color y fui empalideciendo lentamente hasta no ser más que una sutura, del mismo modo veía que el mundo me dejaba de pertenecer: era de los jóvenes, y estaba bien que así fuese.

Tal vez ambos eramos de aquellos que llegan bien temprano el día equivocado y luego, al volver el día indicado, se ven retrasados por un percance. De esos adeptos a Murphy a los que el último pan con dulce se les cae boca abajo. De los que nunca tienen necesidad de usar el paraguas que han llevado por si llueve... y se empapan cuando lo han dejado en casa. A los que siempre les toca la pizza de los bordes quemados y tan honestos son al repartir que para no generar suspicacias se quedan con la menor porción. ¡Sí que existimos! Somos los desgraciados que escuchan sonrientes los alardes ajenos y por discreción y modestia callan logros y virtudes propias. Sí, así somos. De seguro de niña ella también se quedaba quietecita viendo como los otros se disputaban los dulces de la piñata, e igual que yo a Rosario Colina, a ella le alcanzaba golosinas ese Fulano semejante a mí.

Aceptamos ser un par de tontos redomados que no merecen ningún tipo de perdón del egoísmo humano. Tan imbéciles como para otorgarles más derechos a los animales pues carecen de perversidad. Por eso me costaba dejarla, porque conocía su desdicha y estaba seguro de que me quería demasiado. No podía ponerme del lado de su mala suerte y alejarme sin más. Pero tampoco podía seguir tolerando sus demoras, sus torpezas y sus antojos. Sí, caprichos: lo único que personas como nosotros podemos intentar para sentirnos "algo". Una perra enroscada a los pies de la cama por ejemplo, cosa que detesto... y acaso un par de menudencias más, poca cosa. Nimiedades que a quienes acostumbramos llevar la peor parte nos cuesta aceptar. Como si nos doliera menos un hachazo que un sopapo, únicamente porque el hachazo liquida el asunto y con el sopapo permanecemos de pie.

El hilo se rompe por la parte más delgada. ¿Qué duda cabe? Y ambos siempre fuimos débiles, intrincados y tozudos, frágiles telarañas humanas por donde deambulan sentimientos famélicos. ¡Ah sí! Seguramente los demás dijeran que éramos buenas personas, “almas gemelas que se quieren bien”, “un par que al fin halló la felicidad”, “espejos”, sin despreciar al tan manido: “Tal para cual”. Nuestros escasos amigos lo decían y hasta eso comenzó a molestarnos. Porque lo éramos sí, pero ellos lo pagaban con moneda corriente, lo decían como se expresa de todos, y puedo asegurar que lo nuestro era diferente.

Marcia supo varios meses antes que yo que la dejaría. En su momento lo negué rotundamente pero ella no tardaría en convencerme. A veces aventuraba decir por qué lo haría y hasta parecía que de un momento a otro diría el nombre de su sustituta.

 

Inicialmente sólo la observaba en silencio, siempre bajo su nube de humo y celos infundados. Luego comencé a pensar que sus conclusiones nacían, no de su incertidumbre y miedo de perder mi cariño, sino de su propio tedio, del peso de experiencias anteriores que indefectiblemente concluían. O tal vez de esperanzas de hallar alguien nuevo, distinto, mejor. Al final lo que creemos poseer nos desencanta, nos aburre, y abrimos la puerta a la esperanza de cambio pues “renovarse es vivir”. Sentimos crecer dentro nuestro un flamante afán de conquistas.

No eran los últimos acordes de una canción romántica ni la escena final de una película de amor. Tampoco bombas atronando ni ruido de platos rotos. Era el ahogado sonido de una fruta madura cayendo sobre el césped. Tuvimos la relación atada con cinta adhesiva durante algún tiempo. Los dos reponíamos la cinta deteriorada con gran empeño... hasta que el embrollo fue más grande que el amor verdadero y comprendimos lo vano de sostener un amasijo de plástico engomado.

Lo difícil era deshacerse de todo lo bueno que quedaba atrás, dejar morir las maravillosas fuerzas que hicieron crecer la fruta bajo el sol. Tal vez en honor de aquello fue que pasábamos la cinta con tanto ahínco, siempre temiendo que quizás no hubiese otra oportunidad.

 

Por eso comenzó a cambiar todo. Durante los primeros tiempos me enaltecía verla dichosa pues suponía ser la causa de su disfraz juvenil. Ya ante el precipicio su felicidad me volvía loco de celos, máxime cuando la notaba, además, distraída. No la quería perder y estaba convencido que ella no deseaba apartarse de mí. Sin embargo parecía que a cada segundo cambiábamos de polaridad y la atracción de pronto se volvía rechazo. Nos cuidamos tanto, temimos perdernos uno al otro con tal intensidad que nos fuimos condicionando, dispuestos a no dar pelea por seguir pues anticipábamos el resultado inevitable, la separación, la que apenas podríamos retrasar.

La puedo imaginar ahora en su soledad, acariciando su perra ante el televisor: tiene un vaso de alcohol en una mano y un cigarrillo en la otra. Yo no pues fumar ya no puedo y aunque tampoco tengo mascota sostengo sí, un vaso entre mis manos.

 

Estoy seguro además que vemos el mismo programa: ella por gusto propio, yo por costumbre suya. No piensa en mí, o tal vez sí lo hace como yo ahora. Está segura que mañana será igual a hoy. Irá a un bar, a otro no al de siempre, evitará encontrarse conmigo. Ignora que estoy yendo a uno distante para no encontrarla.

 

¿Y si nos topáramos en alguno? Lo he pensado y lo único que se me ocurre es que esa noche no podré dormir, sea lo que sea que tal encuentro nos depare.

 

Dejo de imaginarla y rompo el cuadro cuando estoy deprimido. En esas ocasiones, y aunque a ella le deseo lo mejor del mundo, apenas aparece su imagen feliz en otros brazos la descuajo de mis pensamientos.

Sin duda afirmo que la he querido: la quiero aun, no lo niego. También ella lo manifiesta según dicen aquellos que la han visto y a veces me regocijo creyéndolo. Los amigos que han pasado a ser comunes siempre lo han asegurado, sonriendo y burlándose de nosotros a pocos días de la separación. También los evito, para no mencionarla o decirles que no sé de ella cuando lo pregunten. Los evito, no podría dejar de preguntarles si la han visto, cómo la hallaron y si sale con alguien.

Una intuición certera nos fue ganando a los dos: somos tan iguales que jamás podremos ser el uno para el otro. Y nos quedamos como si hubiésemos tenido la experiencia en alguna reciente vida anterior y ya no hiciera falta repetirla. Estoy igual y me siento igual, si bien mucho más viejo, que cuando dejé de salir con Rosario Colina.

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