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Recuerdo que aquella mañana de domingo se me hacía monótona. No tenía en qué ocuparme y andaba por el jardín tarareando uno de esos temas de Los Beatles por los cuales mi hija me tilda de anticuado.

Al cruzarse conmigo me dedicó su habitual mirada reprobatoria, sugiriendo además con uno de esos sarcasmos heredados de su madre –y que tan bien le salen–, que si he de continuar escandalizando acompañe a los Stones en su próxima gira, pues luzco tan patético como ellos.

 

Algunas personas desconocen que existimos los “espíritus optimistas” gracias a los cuales el mundo no es una completa batalla general. Así que sin caer en enojos estériles ni ánimo para darle satisfacción, comencé a desentonar “Time is on my side”, con gran sentimiento, indolencia y exceso sonoro. Todo un sacrilegio que al menos a mí, causó mucha gracia.

Creo que a ella no. También el sentido del humor ha de haberlo heredado de su madre.

 

Lejos de amedrentarme entraba a la casa arrastrando mis aullidos por el pasillo cuando, próximo a la sala y tras oír algunas voces, detuve el recital. Después de todo, el tiempo había dejado de estar de mi lado algunos años atrás. Una de aquellas voces expresaba la frase que detuvo mi melomanía y por la cual aminoré mi paso:

—Emplean fango termal volcánico y productos exóticos importados —decía a mí esposa nuestra vecina. Su voz de pito es inconfundible—.

 

 Créeme, no te miento. Desde que asiste a la clínica, Osvaldo es otro hombre.

¿Qué? Osvaldo dejaría de ser otro hombre cuando ya no persiguiera películas de cowboys y artes marciales en los canales cable, cambiara la cerveza por agua bendita y controlara sus flatulencias, entre otras probidades suyas por las cuales me escabullo cuando se acerca.

 

Enseguida debí compararme, pues recordé la apatía en la cual estaba sumergido desde hacía algún tiempo y que, por reciprocidad, él podría opinar parecido en cuanto a mi afición por National Geografic y el tabaco, que tanto deplora.

 

Lo había olvidado todo cuando por la noche mi señora, en medio de otra frugal cena de la madurez y mientras rumiaba con desgano su lechuga, trajo el tema a colación. Deslizó entonces un extenso comentario a propósito de la nueva actividad de Osvaldo, proponiendo que lo imitara.

 

Al parecer, mi buen vecino había comenzado a concurrir a cierta clínica de rejuvenecimiento que basaba su terapia en cosméticos y ejercicios sencillos. No di mayor importancia al comentario, pero ella continuó mugiendo con insistencia de propaganda electoral:

 

—Es algo oneroso pero a Osvaldo le está dado resultado. ¡Aunque igual! Con su panza descontrolada y la flacidez de sus extremidades le tomará buen tiempo ponerse en forma. Creo que contigo lograría maravillas más pronto. Con ir una vez y ver si te resulta no pierdes nada —me animaba con entusiasmo a la vez que entornaba los ojos con bovina melancolía—. ¡Volverías a ser el torito de hace unos años!

Eso no podría ocurrir a menos que ella volviese a ser la Susan Sarandon que me había seducido. Además no es mi estilo andar por el mundo imitando a los demás, máxime cuando la acción me demanda esfuerzo físico. ¿Pero de qué se queja ella? Di un pequeño bufido de fastidio agitando mi bigote.

 

Como suele ocurrir, me molestó su insistencia con el tema, sobre todo debido a que siempre logra sus propósitos. Podía mantener mi negativa a ultranza y soportar sus empeños hasta que el cansancio la ganara; tal batalla podía durar de unos días a varios meses, dependiendo de la frecuencia de los comentarios positivos de la vecina, y los centímetros de disminución del vientre de Osvaldo.

 

Soy un tipo práctico, amigo de tomar al diablo por los cuernos y meterle el dedo en el culo para eliminar problemas de inmediato, ya sea resolviéndolos, delegándolos, o ignorándolos olímpicamente. Además en los últimos tiempos no le estaba dando mucho gusto a mi señora, es cierto. Y sólo faltaba que lo anunciara en la cartelera del supermercado. Si acaso no lo ha hecho. Así que para no ingresar en una nueva “guerra de los cien años”, al otro día tomé el coche y allá fui con resignada paciencia.

Mientras ingresaba al estacionamiento del lugar me crucé con Osvaldo, quien salía. Manejaba su vehículo como si guiara una nube sobre corrientes de aire celestiales. Un inusual semblante de felicidad desbordaba sus facciones y una aureola de placidez angelical lo envolvía. Al pasar a mi lado se permitió un guiño de complicidad, a la vez que elevaba su pulgar en un misterioso "OK".

 

Llegué al local con la idea de solicitar información y ver a qué atenerme, pero sin necesidad de recurso alguno muy pronto la recepcionista me convenció. Le bastó con hacerme usar el sentido común, una sonrisa encantadora, y la frase:

—Ya que está aquí, y si tiene tiempo, sería ideal que se anote en el DTP: “Demostración terapéutica práctica”. De ese modo podrá conocer los alcances del servicio que se presta sin el compromiso de una afiliación. El precio además es muy razonable.

 

Por deformación marital y como buen hombre domesticado, acepté sin ningún tipo de cuestionamiento, para lo cual llené un breve formulario. Me sugirió entonces -derrochando simpatía y amabilidad- ponerme cómodo que en minutos sería atendido.

Mientras aguardaba turno en aquella acogedora salita –donde para mi regocijo un televisor emitía Discovery Chanel– atribuí la placidez del rostro de Osvaldo a la falta de su habitual sombra de barba. Entonces aun desconfiaba de la eficacia que cualquier tratamiento pudiera lograr con la prominencia de su estómago, recelo que hoy ya no tengo.

 

En tanto la joven recepcionista tomaba datos de un tipo que había ingresado después que yo apareció una rubia muy hermosa. Vestía una inmaculada túnica blanca, ajustada y tal vez demasiado corta para el criterio de una persona como yo, típico adolescente de la era hippie y las minifaldas.

 

Mediante un gesto de cordialidad provisto de sonrisa, sus ojos vivaces dieron un rápido atisbo a los tres hombres que aguardábamos. Luego se acercó a la recepcionista, quien le entregó una tarjeta en una forma que podría calificarse como “tierna”: —¿Marcelo Torres?

—leyó en voz alta la rubia ceñida y sin frío.

 

Marcelo Torres se puso de pie cual feliz autómata, y llevándose sus ojitos iluminados desapareció tras ella por el pasillo. Su actitud era tal que pude imaginarlo dando pasitos bailando la Jota.

 

Poco después llegó Nené: una morocha con un cuerpo aún más exuberante que la rubia, cubierto con una túnica de semejante talla. Sin mirarnos se dirigió a la recepcionista y luego de recibir su esquela leyó mi nombre.

 

Seguí el rumbo de sus caderas hasta llegar a su consultorio. Entramos, cerró la puerta detrás de mí y se aproximó a besarme ambas mejillas, las que torpemente –faltas de costumbre– se ruborizaron de inmediato:

 

 —Soy Nené, tu terapeuta de hoy —dijo con afabilidad—. Quítate la ropa y toma una ducha, ese es el baño –señaló una estrecha puerta– y regresa envuelto en esta toalla.

 

Durante un momento me sentí fastidiado por las ocurrencias de mi mujer: en ese preciso instante yo podía estar disfrutando de una buena documental sobre el universo anunciada la víspera en Cosmos TV.  

Además ya me había bañado por la mañana, y hacía añales que no ostentaba las bondades de mi cuerpo desnudo ante mujeres que recién conocía. Pero no podía hacerle un berrinche a Nené, tan amable ella, así que hice lo indicado. A poco estaba listo y salí toalla a la cintura, doblemente pulcro, repeinado y fresquito cual pimpollo recién cortado.

Nené sugirió que me sentara en una silla parecida a las empleadas en las peluquerías para los lavados de cabello:

 

—Trataremos el bulbo capilar con productos exclusivos que te lo fortalecerán, devolviéndole la lozanía de sus mejores tiempos —dijo con total confianza. El tuteo logró relajarme un poco.

 

De inmediato comenzó a masajear mi cabellera casi sin tocarme y con delicadeza tal que me hizo erizar. Empleaba una crema de fragancia agradable cuyo exótico aroma me transportó a los mares del sur. Pensé que si se enteraba Pedro –mi peluquero– sus escasas huestes de testosterona pondrían un grito jíbaro en el cielo mientras sus estrógenos clandestinos destilan un mar de resentidas lágrimas.

La tarea no le llevó a Nené más de cinco minutos, luego de los cuales sugirió que me recostara sobre la camilla de cubito dorsal. Buscó por allí unos potes y mientras los abría hacía referencia al cuidado del cutis, la eliminación de arrugas y la tersura facial:

 

—Ésta, por ejemplo, nutre las fibras de colágeno —diciendo esto dejaba notar su esmero en convertir mi rostro en una máscara horripilante. Yo podía verme en un espejo colocado a esos efectos en el cielo raso. Bueno, no sé si a esos efectos exactamente. Cuando le hice notar mi curiosidad ante la existencia de tantos espejos en el consultorio se limitó a una sencilla respuesta:

 

—A los clientes les agrada verse bien —su sonrisa me llevó a pensar que debía distenderme más, estaba siendo algo indiferente y menos cortés de lo que debiera.

 

Tenía aun la cara embadurnada cuando me solicitó que me colocara boca abajo y me relajara sin preocuparme por la crema: —Ahora trataremos la recuperación del tono muscular, y al mismo tiempo estimularemos la circulación de la sangre para eliminar impurezas y toxinas.

 

Entonces sus manos comenzaron a deslizarse sobre mi espalda desparramando algo aceitoso, frío al comienzo, tibio bajos sus manos. Mientras frotaba explicaba, con actitud didáctica, que se trataba de un producto fabricado con placenta de no sé qué animal a punto de extinguirse:

 

—Aprovecha mientras puedas —recomendó con una picardía que me causó extrañeza—. Que todo está destinado a extinguirse. El mundo al servicio de los gusanos.

 

No puse demasiada atención sobre el animal de marras pues había notado que mientras realizaba su tarea, algo inclinada sobre mí, en uno de los espejos su escote se abría generoso y en otro con sumo esfuerzo asomaba, discreto sobre sus muslos morenos, el hilo superior de su tanga minúscula.

 

Comencé a ponerme nervioso. No quería ser indiscreto, mas en la posición en la que estaba no había manera de mirarle la nuca. Aun cuando desvié mi vista hacia sus talones, algo separados del calzado, no pude dejar de inquietarme. Volví a maldecir las ideas de Carmen, antes jamás había sentido deseos de besar un pie:

 

—Este tratamiento agrega vitalidad a los tejidos, abre los poros y facilita la renovación de las células —decía Nené mientras con delicadeza me quitaba la toalla y continuaba aceitando el resto de mi cuerpo, glúteos y piernas.

 

Estaba comenzado a disfrutar de la bendita terapia cuando me indicó que me volviera boca arriba nuevamente. Lo primero que hice, avergonzado, fue observar en el espejo del techo el inoportuno despertar de mi masculinidad.

 

Pese a su disimulada media sonrisa Nené fingió no haberlo notado y sentí alivio. Me aturdía pensar: ¿Qué pensaría la chica de este veterano libidinoso? ¿Estaría mi confesa cincuentena estampada en el formulario que le entregaron? Tal vez, si yo tuviese unos años menos…

Lo que hizo ella en esa posición fue quitarme la crema facial con un paño húmedo, para lo cual, lamentándolo con fastidio, debí cerrar los ojos. Luego le tocó a mí torso la capa aceitosa. Como tenía su escote tan cerca de mi vista decidí mantenerla cerrada y al hacerlo pensé en Nené, esa mujer extraña que se adueñaba de mi cuerpo.

¿Cómo era su vida? Seguramente tenía a su lado a un hombre muy afortunado, aunque algo débil y ojeroso. Él disfrutaría los beneficios de su profesión al máximo, pues ella sumaría a sus conocimientos amor y pasión.

 

Mientras ella llegaba a las inmediaciones de mí ombligo sentí un poco de envidia de aquél venturoso desconocido. Cuando advertí que continuaba con mis piernas sentí pesar, pensé en lo grato que sería sentir que rozaba mí… Mucho no pude lamentarme pues de pronto estuvo allí, con la misma suavidad y dedicación.

 

Veía sus manos en el espejo, envolviéndolo y casi creí que soñaba. ¡Qué bien lo hacía! ¡Hurra por mi esposa! ¡Hurra! ¡Hurra! ¿Estaba prevista esta ceremonia en el servicio? No tonto, contestó mi socarrona voz interior: lo hace pues tú eres maravilloso y ella lo ha notado.

 

Mientras pensaba en eso, y en qué pasaría si llegaba al orgasmo, caí en cuenta que ella continuaba con una sola mano. Con la otra desabotonaba su túnica y, antes de dejarla caer al piso, extraía un preservativo del bolsillo. ¡Gulp! Recién entonces -cándido de mí- comprendí por dónde iba la cosa.

Aunque antes era poca la ropa que llevaba, su desnudez la convirtió en Diosa griega. Estupefacto acepté que con celeridad calzara el adminiculo y se instalara sobre mí. Mis ojitos, allá en el cielo raso, eran dos cuentas de vidrio resplandecientes caídas en el semblante turbio de un idiota. No debió esforzarse demasiado, caí noqueado en el primer round.

—Descansa mientras preparo el jacuzzi —dijo Nené, llevándose las pruebas de la infamia unos minutos más tarde. Al volver tomó mi mano y me guio hacia el agua tibia y burbujeante.

 

No soy locuaz ni profundo con personas que no conozco por lo cual hablamos del tiempo, de un crimen de la semana anterior y del Oscar del año pasado.

 

En algún gris momento me sugirió que deberíamos salir del agua: de ser por mí podríamos estar allí todavía. Me secó y animó entre risitas a que la secara. Lo hice en silencio, trasladándome alguna decena de años atrás, y no por carecer de cosas para decir sino por tenerlas en demasía: ya no era una desconocida.

 

—Espero que nuestro servicio te haya satisfecho, estaríamos muy complacidos de contarte entre nuestros clientes habituales —dijo Nené al despedirme con absoluta formalidad.

Fue un momento triste, algo similar a cuando dicen: “al menos compartimos un café, aunque supiera a jugo de paraguas”. Me sentí como si estuviese a punto de huir con algo que no valía nada fuera de dónde se hallaba. ¡Es tan difícil explicarlo!

 

Camino de regreso venía pensando en las razones que tendría Carmen para enviarme a un lugar como ese. No había conocido a persona más celosa en toda mi vida. ¿Tanto había cambiado? ¡Bien por ella!

 

Pero no, no era posible semejante dádiva. En alguna parte un tipo había mentido a su esposa sobre el sitio de rejuvenecimiento y otros estábamos recibiendo una especie de “inmerecido obsequio colateral”.

 

De vuelta en casa mi mujer me preguntó qué tal me había ido: —Bien —dije, a la vez que acompañaba mi lacónica respuesta alzando levemente los hombros.

 

Por cierto, no encontré razones para denostar la experiencia. Además me sentía más joven y devuelto a un cálido y olvidado estío. También algo melancólico, pues semejante anacronismo parecía no pertenecerme. Hasta creí oír la voz de Carmen: "¡No tienes derecho!" Pues a veces siento que me hostiga hasta en sueños.

 

Esa noche marché a la cama cansado pero satisfecho, seguro de que caería dormido cual lirón acosado por los primeros frescos del otoño. Mas los designios de mi esposa no habían terminado, y no tardaron en aflorar ambiciosos planes tras el subterfugio de su idea.

Por primera vez en mucho tiempo era ella quien aguardaba en el dormitorio. Una suave música bogaba en las penumbras, el perfume era exquisito y flamante su lencería. Caí en la cuenta del dinero que nos estaba costando el rejuvenecimiento, incluidas terapias, parafernalia y cotillón.

 

También sentí culpa, no por haber disfrutado tanto con Nené, sino por lo remiso que había estado los últimos tiempos en cuanto a obligaciones maritales se refiere. Me reconfortó pensar que al menos el costo de los músicos no habría de sumarse al presupuesto.

 

Si bien al comienzo dudé que pudiese hacerlo lo hice. A ella también la había reverdecido mi visita a la clínica. Si la fe mueve montañas lógico es que mueva ánimos y personas.

 

Vaya uno a saber las confidencias sobre las aventuras del pícaro Osvaldo que nuestra vecina transmitió a mi esposa. Por la mañana Carmen me preguntó si había decidido continuar asistiendo a las sesiones de rejuvenecimiento:

—No sé —respondí. Mi respuesta, acompañada por mis cada vez más frecuentes movimientos de hombros, fue agónica. Estaba tan cansado que hasta pensarlo me fatigaba. Pero ya mismo habría salido corriendo a ver a Nené:

 

—¿Cuál es tu idea? —le pregunté con magistral histrionismo, dando a mis palabras un convencedor esbozo de resignación.

 

—¡Que un día no es nada! —Exclamó dando un fuerte matiz de obviedad a sus palabras—. Es un tratamiento. Para que los resultados sean duraderos hay que hacerlo íntegro.

 

Ocultando mi ansiedad dejé pasar unos segundos: —Por mí no hay problema —contesté, en el borde de mi dichosa agonía y haciendo un nuevo pero más leve movimiento de hombros.

Me pareció que ella encontraba extraña mi actitud, ante lo cual sentí la obligación de agregar: —Si en este momento me das a elegir preferiría no hacerlo —en esta oportunidad debí darle sensación de firmeza a mis argumentos y no moví los hombros—. No creo que a la larga dé buenos resultados.

—¡Siempre el mismo! Lo harás, es por tu bien.

 

Me sentí reconfortado de que se preocupara por mí de ese modo y hubiera querido agradecerle, pero tanto no podía rejuvenecer con sólo una consulta.

 

Unos tres días más tarde nos visitó la prima de mi mujer con su esposo. Arturo es muy amable y me cae bien. Ella no, es algo presuntuosa y un par de veces me ha tratado de misógino. Nunca entendí las razones. ¡Si yo adoro a las mujeres!

 

Las “chicas” charlaban en la sala mientras Arturo y yo servíamos unos tragos. Volvíamos con ellos cuando escuché la voz de mi mujer:

 

—¡Y vino de esa clínica con diez años menos!

 

Al vernos llegar cambiaron de tema pero yo sentí alegría por Arturo. Sonreí.

 

—Se te ve feliz —me dijo a boca de jarro la prima de mi esposa—. Y me alegro mucho. La gente no suele llevar semblantes tan optimistas hoy día.

 

Por lo general yo no tomaba en serio sus palabras, las cargaba de tanta sutileza que a veces daban a entender lo contrario o parecían llevar doble intención.

 

—¡No exageres! Reía de una ocurrencia de Arturo: es un gran conversador.

 

—¡Lo era! —se apresuró a decir ella—. Ahora anda bastante apagado, apático, débil.

 

Mi señora salió entonces con lo de las begonias que había plantado y tomé nota de su intención de eludir el tema. Mejor así. La discreción en estos casos resulta esencial.

 

Me dije que de continuar ese rumor balsámico todos los maridos de la ciudad acabarían bajo terapia. A la semana siguiente lo primero que hice fue anotarme, preguntando con ansiedad cuantos meses insumía el tratamiento.

 

Se me contestó que esa decisión quedaba en manos del paciente, y si bien esos detalles se evaluaban sobre la marcha, todo dependía de mi deseo.

Mientras la escuchaba me pareció descubrir un rictus de complicidad en la gesticulación de la recepcionista al agregar:

 

—No olvide que también puede acceder a la opción VIP.

 

¿Es que había más? ¿O acaso yo había demostrado demasiado entusiasmo durante la inscripción? Contuve un silbido de asombro:

 

—Por ahora no, muchas gracias —contesté, evitando preguntar por aquél “plus” que se me ofrecía. No fuera que luego me enterara que existía también algo así como un Súper VIP, Mega VIP o Ultra VIP.

 

Esta segunda vez mi terapeuta fue la rubia, pero vi que también atendían una pelirroja, una morena y varias más. ¿Se podría elegir o eso era para los VIP? ¡Qué importa! Le sugerí que fuera más breve la parte inicial y más extensa la última. La rubia manifestó alborozo:

 

—Eres de los míos —dijo. Así que pasé otra tarde agradable. Al marcharme en el coche me crucé con Arturo. Manejaba mirándolo todo con curiosidad y pareció sorprendido de verme.

 

Quise llamarle la atención y de seguro fue exagerando el aspecto de felicidad de mis facciones, el pulgar alzado y la mansedumbre angelical que envolvía mi semblante. Además, como si guiara una nube sobre corrientes de aire celestiales, me permití un guiño de complicidad.

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