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CUAL PLUMA AL VIENTO

La veleta gira, mano saludadora en el aire de la mañana. La han plantado allí, en la azotea, donde transita el viento sin detener su fuga loca. La imagino diciéndome: –¡Eh! Que no estás solo. ¡Vamos hombre! ¿Qué es esa cara? ¡Ánimo! 

Entonces les guiño un ojo, a la veleta y a mi soledad, esa terca y dulce mujer, mi más consecuente compañera.

Para contestarte, rosa de los vientos, he de trepar a los exiguos andamiajes cosechados en mi errático sendero y dejar entre tus manos apenas un secreto. ¿Acaso alguien te ha escrito algún secreto? No lo creo, nadie daría al Siroco sus secretos.

El portal donde con tedio y sin visitas descansan mis textos es una veleta distribuyendo vientos, Voyagers, veleros, luces que exploran reconocerse, amistosas imágenes buscando su espejo mientras otra gente, entre rostros crispados y aburridos se dedican a ser telespectadores cursileros.

Es una veleta sedente en su centro que mira aquí mira allá, grita aquí grita allá y acullá. Y para darle vuelo siempre ha existido el viento, tal como existe para diseminar las esporas del baobad africano o de las humildes y agrestes malezas del Himalaya.

 

Para esparcir intimidades, para despeinar a las coquetas, para ocultar velas henchidas tras horizontes lejanos... y no sólo para jugar con quienes vuelan, sino también para hacerlo con aquellos que jamás podrían, pero sueñan hacerlo.

Del mismo modo cual viento humano habremos de viajar por el torrente eléctrico, buceando sueños, anegando de llanto océanos tristes o haciendo temblar con carcajadas a las brisas desprevenidas.

 

Encaramado al frágil mástil de mi pobre navío aguardo ese viento benévolo, hijo del titán Astreo y la dulce Eos, quien determinará el rumbo de mi voz. ¿Noto? ¿Bóreas? ¿Argestes? ¿Céfiro? ¡Basta de ocultar el impulso que requiero! ¿Qué punto cardinal lo esconde? ¿Cuál montaña inmensa lo detiene?

 

Quien alguna vez eleva la vista percibe sobre los tejados la clave delatora del itinerario llevado por el mundo, ha observado a los hombres y se asombra de su loca carrera de vértigo. ¡Seguro! Lo imagino.

 

Desea que detengan un instante su ruleta y exterminen el hambre. Que reparen en esos niños que con razón aguardan dar su vuelta risueña por la vida, aunque más no sea en el último acto de la última noche de función del último circo. El olor miserable de sus vientres hinchados también viaja en las brisas de enero.

¡Septentrión! ¡Detén la contaminación y las muertes, baja las armas! Apacigua tus soplos pavorosos y en lugar de escupir belicismo mercenario concede pan a los menesterosos. ¡Asómbrate de tu ceguera! Que el cambio climático que inspiras asfixiará tu desmedida ambición y nuestro simple derecho a la vida.

 

Aunque sea vano clamarlo, pues muy pronto disuelve el viento las voces de los débiles, gritarlo es necesario, con voz enérgica y a los veinte céfiros, con la firmeza de un eje de veleta.

Admitiendo que el hombre va rumbo al precipicio continuamos apiadándonos del planeta que asfixiamos, pretendiendo además que este pobre mundo se apiade de nosotros.

 

¡Perdona, optimista rosa de los vientos! Libérate de mis tristezas. No he de cargarte el morral a ti, que sin trasladarte vas tan lejos, pues desde ti parten soplos que doblan sin ser campanas, giran sin ser ruedas ni torbellinos, y rozan con invisibles dedos cualquier rostro sin reparar en su belleza o su fealdad.

 

Viaja la veleta en su noria de pintar sueños mareados que jamás pierden el rumbo, dardos a los que tampoco incumbe saber adónde son remitidos pues todo sitio es adecuado para las almas trashumantes, sabias enteradas de su destino efímero.

 

No deseo agobiar a la negra veleta, que contra el celeste intenso apoya su rotación para auxiliar al peregrino y al labriego. Es un dedo en la nuca del viento caprichoso que no mira hacia atrás y ella, resignada, permanece oyéndolo pasar cual novia arrepentida de su ligereza, sacudiendo enaguas y aguardando su retorno aun cuando ya se ha perdido en lontananza. Mas siendo mujer, segura que él siempre volverá una tarde venturosa a darse con su puerta en las narices.

 

Siempre jugando a subyugar al viento, viejo torpe y voluntarioso con quien danza cara al cielo. Sabe que él no es implacable como el tiempo, peregrino sin retorno, y sí se parece, el viento, al recuerdo tenaz de aquella amante inconsecuente que creemos haber cubierto en otra vida, en otra época, en otro lugar o tras otra muerte, pues tememos que vueltos a nacer todo sería fatal sin ella.

 

No, no sé si hablo solo o conversamos, no sé si te digo o si me digo. ¡Pero revolotea, gira! No te detengas, no. Deja que juegue la tempestad contigo farola compañera, no importa si zozobra mi piragua de papel, ella... tan incierta. No importa si cae una pared de mi rancho ya sin techo, él... tan etéreo.

 

Te observo veleta, amazona que no descabalgas y rauda despliegas las alas de tu ropaje. De pronto te detienes a transformar tu brío en saludo galante de minué. Eres mi cometa infantil atrapada entre rayos solares, trompo, molinete, ruleta rusa, tiovivo midiendo el tiempo en volúmenes de risa, cinta de Moebius encaramada a la azotea de Internet.

 

No te atan latitud y longitud ni te detienen montañas ni océanos y esperas que yo, mísero mortal insignificante, despliegue mis maniáticas huestes de hormigas sobre papel y las libere a manos de tu viento. ¡Claro que sí! ¡Si hasta he creído poder hacerlo! Mas... ¿Qué decirte? Algo abstracto voló unos segundos y desfiló ante nuestros ojos al leer. Y algo concreto...

 

La vida me ha llevado donde quiso, me he dejado llevar... y bien me ha hecho. Mi secreto es apenas el suspiro de un hombre absorto en sus dilemas, hoja de árbol pequeño crecido en el sur que introduce su mensaje en la botella como quien mete adrede el dedo en el ventilador.

 

De ese modo, tal vez con no tan buena mano pero con igual amor al desplegado en sus esbozos por Don Juan Anónimo, marcha mi prosa. Ignoro si ésta, mi menguada facundia, algún día dejará de circular en torno a mí cual pajarracos desplumados vomitados por insana imaginación, y que una y otra vez al mismo sitio regresan siempre.

 

Mi alma es una golondrina clavada al sur, anclada a orillas de este río anchuroso que tampoco me ha llevado a ninguna otra parte. ¡Sí, lo sé, no lo digas! Hace falta remar. Hay que impulsar las aspas de la creación para extraer la esencia, moler la osamenta hasta que sea una lágrima que con placer pueda saborear la humanidad. ¡Ay, si pudiera ser molino!

 

Cada fragancia del universo conserva la Rosa de los vientos para saciar sus caprichos. Todo un idioma yo... ¡Es demasiado! Jamás podría salirme bien andar con tanto peso. Mejor confíame el lugar, la dirección certera donde hallar ese amor eterno, imposible, impoluto; ese algo que no sabemos qué es y a todos nos hace falta siempre. No importa si está al norte, al sur, este u oeste: sólo di si existe y señala hacia dónde andar que allí iré con toda prisa, pues escribiendo ya he ganado mucho el tiempo, única instancia donde siempre encuentro amor del que asila y redime.

He dado tantas palabras al viento jamás abrazadas por nadie, que en esta vorágine espero sin saber si echar más a volar. Lo malo es que a veces prefiero no escucharlas y me dedico a jugar al solitario con la musa que viene cumplidora a dictarme historias y que generosa, suele mirar hacia otro lado mientras me trampeo.

Mas dicta la experiencia que no conserve las palabras, que si no las doy serán infecundas y sus reflejos me ahogarán como a Narciso. Sugiere que las arrastre a la feria y las ofrezca a voz en cuello. Que aliente el pregón de mis palabras y no dejarlas mudas. Pero yo no podría elogiar a mi prole ni disfrazarla de excelencia para que la adopten. Tampoco podría ser tendero, ni mercachifle pues mi voz desentona en la jungla, no se siente... ¡Molinero! ¡Molinero sí quisiera ser!

Por eso he sonreído al percibir los malabares de la equilibrista de los techos. ¡Ya lo has visto lector! Luego respiré profundo y mis dedos entumecidos se agitaron alborozados y corrieron y giraron sobre el teclado, atrás, adelante, hacia los lados... Y he bailado este secreto como sobre un viejo disco de vinilo al que la púa ha recorrido y comienza a patinar próxima al centro.

En que de pronto vuelve la calma cesando la tormenta... En los cambios de marcha, en eso nos parecemos con el viento.

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