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Con el rifle listo sobre mi hombro, absorto en el venado, recién tomé conciencia de la situación cuando mi presa, cual rayo inesperado, echó a correr tan presto que bastó un instante para que desapareciera de mi vista.

Entonces ingresé en la realidad envuelto en un extraño nerviosismo y a mi mente asomó la imagen de un derrumbe. Un rumor extraño, un rugido cual tren expreso que de pronto invadiera el bosque comenzó a crecer en mis oídos.

Ante el creciente crujir de la hojarasca temí que apareciera un oso enorme, un animal terrible, famélico, que las sombras del bosque ocultaran de un sol quebrado por la fronda y ahora, enardecido su terror o su apetito, siguiera a su olfato en mi dirección. Mis piernas no atinaron discernir hacia donde debían correr.

Casi hasta sonreí cuando a mi lado desfiló una patética liebre en frenética carrera, mas me avergonzó mi blandura por permitir que tan poca cosa me inquietara. Enseguida, cual desorientada flecha y ajeno a mi presencia, cruzó junto a mí un zorro, relámpago que se perdió entre los recovecos del follaje.

Palpitando bajo mi camisa volvió a poseerme el temor a no tener escapatoria. Respiré hondo y como si de algo pudiera servirme aferré el arma con firmeza, levanté la frente y agucé la vista buscando indicios de una inmediata salida.

La brisa me acercó el aliento del monstruo y casi sin que lo notara su lengua ardiente me sobrevoló. Ante mis ojos se desplegó la infernal visión de sus dedos amorfos estirándose a rasguñar mi rostro y lacerar mi carne. Cada vez lo sentía más próximo.

Su altura oscureció la tarde y pareció mayor la inquietud de la arboleda. Por evitar que sus brazos me rodearan corrí, salté, rodé pendiente abajo rebotando cual guijarro entre quejidos, pues si bien en nada ayudarían mis gritos al menos descomprimían mi angustia.

Exhausto, recién me detuve cuando me sentí a salvo. Aterrado y magullado pero ileso contemplé su marcha destructiva desde el borde del lago. Jamás olvidaré aquellos tentáculos llameantes tomando prisionera la colina en medio de una danza frenética.

Desperté al amanecer, una llovizna triste picoteaba la arena. Donde antes prosperaba un mundo verde la fatalidad había dejado olvidada su capa: sólo quedaban del bosque brunas y humeantes espinas.

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