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La parca ingresó buscando un escondite. Era pequeña, novicia, y venía de cosechar insectos y animales menudos. De inmediato se interesó en un niño, quien imitando el sonido de una motocicleta hacía rodar su triciclo de aquí para allá.

El chico detuvo de pronto sus carreras: algo lo había alarmado. El ámbito cotidiano sin embargo, parecía normal, armónico. Observó a su madre en la cocina y luego, siguiendo movimientos invisibles, desvió su vista hacia el enchufe, esa cosa rectangular que alguien había fijado con tornillos a la pared.

 

Allí se había escabullido la parca sigilosa para aguardar su próxima víctima. El niño volvió a rodar el triciclo y cada vez que pasaba ante el enchufe se sentía observado. El objeto tenía como dos ojos y una boca, esa boca decía “huy” y el conjunto semejaba un rostro asombrado y triste.

 

Una gata, ovillada sobre un sofá parecía dormitar. También ella miró hacia el enchufe con sus ojos de ver más allá y de pronto se erizó su pelaje. Moviendo apenas la cabeza hizo una mueca de desprecio, encogió la nariz y mostrando los dientes emitió un sonido de fastidio. De seguro ronroneó algo, pero nadie se percató.

 

En la sala el padre del niño reparaba una lámpara vieja que pensaba llevar a la casa de la playa. En la oscuridad del enchufe los ojos de la pequeña parca brillaron un instante, luego, perseverante en intentar su desarrollo, afloró de su guarida y como brisa rozó el rostro del hombre, que sin ver nada miraba hacia la ventana, las nubes más allá, o el propio cielo azul.

 

Algo incomodó al hombre, que se puso de pie y tomando la lámpara cerró la ventana. Luego salió hacia el coche dejando olvidados sobre la mesita restos de un rollo de cable.

 

El niño no veía a la parca revoloteando, su vista iba del enchufe al cable. Volvió a pasar pedaleando vertiginoso junto a la mesa sin dejar de observar el cable.

 

La parca dio una vuelta por la cocina inquietando a la madre, quien por un momento perdió noción de lo que hacía. Después de eso la paciente parca volvió al enchufe.

 

La gata saltó al piso y fue a la cocina, a detenerse con el lomo arqueado entre las piernas de la madre. La mujer se importunó sin motivo y caminó unos pasos tratando de ubicar al niño.

 

–¿Tienes hambre? –preguntó– Ya vamos a cenar. ¡Y a dormir temprano que mañana nos vamos a la playa! ¿Te parece bien?

 

El niño afirmó con la cabeza y desviando su mirada hacia el objeto que lo distraía aceleró su vehículo hacia él, por el corredor, rumbo a su cuarto. Al pasar ante el enchufe hizo sonar el timbre del triciclo.

 

Sabido es que la parca no duerme y esa noche, laboriosa y ufana, se llevó un ratón suculento y varios insectos que encontró inadvertidos. Todavía no era muy fuerte y evitó el deseo de detener el corazón del hombre exigido por el amor, no quería anotarse un fiasco, en el mundo no hay cosa que fastidie tanto a la parca como el fracaso. Sobre todo a ella, retoño de grandes parcas bélicas. Por eso prefería aguardar y crecer sobre seguro: tenía un prestigio ancestral que defender. Así que se mantuvo en el enchufe, acechando la presa elegida con toda la paciencia de la muerte.

 

La gata anduvo en la noche en sus quehaceres de gata y colaboró sin saberlo con la parca engullendo al ratón. Cerca del amanecer entró a la casa por la banderola del baño y se detuvo a ver al niño dormido. Desde el enchufe la parca le susurraba: –¡Vamos, súbete a la cama y bebe su aliento!

Los ojos de la gata refulgieron en la penumbra cuando saltó sobre la cama. Aunque en el jardín la brisa sacudió las flores del cantero las cortinas de la habitación del niño tremolaron sin aire. En las paredes del cuarto las sombras del hibisco comenzaban a insinuarse cual oscuros y esqueléticos dedos.

 

–¡Vamos, bebe su aliento! –farfullaba la parca en su insistencia. La gata miró hacia el corredor en dirección al enchufe y emitiendo un bufido de arrogancia, semejante a un silbido de efes, se arremolinó a los pies del niño.

 

Antes de quedar dormida portaba un aire de satisfacción que expresaba claramente que a esa parca no le sería sencilla su faena. Y de ese modo lo interpretó la disgustada parca, manifestándolo en la soledad del enchufe con un berrinche propio de su edad y de tal furia que a punto estuvo de causar un cortocircuito.

 

Por la mañana los padres amanecieron apurados. Imprimían al ajetreo del domingo inusual ansiedad. El aire estaba cálido y prometía una buena semana de playa. La madre levantó al niño y esta vez no se molestó al ver a la gata dormida a sus pies: tenía cosas más importantes que hacer.

 

El padre sacó el auto y comenzó a cargar los bultos al tiempo que la madre preparaba la bolsa de mano con merienda para el camino. El padre preguntó al niño si llevaba el triciclo y el niño asintió.

Mientras el hombre marchaba con el juguete hacia el coche el niño anduvo por allí sin saber qué hacer hasta que vio el cable.

 

–¡Tómalo! –murmuraba la parca desde el enchufe mientras se acercaba de prisa –¡Tómalo, tómalo! Y llévalo allí. Ven conmigo.

 

Un rayo de sol iluminó los extremos metálicos del cable y un tordo graznó antes de huir desde el alféizar de la ventana.

 

Muy comedido el niño se dirigió con el cable entre sus manos hacia el enchufe, mirándole los ojos desde la distancia. Le molestaban esos ojos. ¿Qué tenían detrás, adentro? ¿De qué forma misteriosa e invisible fluye la electricidad? Esa corriente... ¿Moja como el agua? ¿Siempre está ahí aguardando?

 

–¡Bien! –exclamó la parca. –¡Buen chico! Ahora pon los extremos en mis ojos... Eso te gustaría. ¿No?

 

El niño se sentó en el suelo y con no poco esfuerzo pudo introducir ambos extremos del cable en los orificios.

 

–¡Qué inteligente! –sonreía la parca desde la boca del rostro del enchufe. –¡Ahora ve, toma la otra punta del cable y terminamos! ¡Allí, el otro extremo!

Desde fuera llegó el sonido que cerraba el baúl del coche y la voz del padre diciendo:

 

–¿Todo listo? –Y la voz de la madre contestando: –Casi.

 

–Casi. –decía la parca frotando sus crecientes manos huesudas –¡Ya verás qué agradables cosquillas!

 

En tanto el niño se erguía, y con una mano elevada en el aire iniciaba su andar hacia el otro extremo del cable que serpenteaba sobre el monolítico.

 

Pronto estuvo allí, y a centímetros estaba de cumplir su cometido, cuando el vertiginoso salto de la gata sobre las puntas libres del cable sorprendió al niño, quien cayó sentado por la impresión que le produjo observar al felino electrocutarse.

 

Segundos después el chico permanecía distante de la acción, sollozaba bajo el consuelo de su madre apenada mientras el padre, levantando el maltrecho cuerpo del animal para llevarlo a la veterinaria, se detenía un instante a dejar unas caricias sobre el pelaje chamuscado.

 

La gata, exánime pero apenas con una vida menos, mantenía los ojos abiertos dirigidos hacia el enchufe, al que con doloroso aire de satisfacción aseguraba: –No te será tan fácil.

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